Ha pasado poco tiempo desde que nuestros pies tocaron el suelo costarricense, y aún al cerrar los ojos se logra escuchar el eco de los graznidos que rompieron el silencio de la jungla. En Uvita, en la costa del Pacífico, cuando, sin previo aviso, una explosión de color escarlata cruzó el cielo. Eran ellas, las guacamayas rojas, reinas de los cielos tropicales, que surcaban las alturas con una elegancia imponente y una libertad envidiable.
También en Golfo Dulce, estos encuentros con las guacamayas no son raros; más bien, son una parte esencial del paisaje, como si las aves fueran guardianas invisibles de esos rincones prístinos. Un graznido rompe la calma, que al principio se siente como una llamada salvaje, después se convierte en un eco familiar, un recordatorio constante de que la naturaleza sigue siendo soberana aquí.
Al caminar por la jungla, sintiendo la humedad del aire pegada a la piel, cuando aparecieron por primera vez. Dos, tal vez cuatro, con sus plumas rojas, amarillas y azules brillando entre el verde de los árboles. Parecía una danza ritual, una coreografía ensayada por siglos, donde cada movimiento y cada batir de alas tenía un propósito: recordar a los visitantes la riqueza infinita que protege Costa Rica.
A pesar de lo común que puede parecer este encuentro, detrás de cada guacamaya roja que vuela libremente hay un esfuerzo titánico por protegerlas. No siempre fue así. La caza ilegal y la deforestación las empujaron al borde de la extinción en varias partes del país. Hoy, gracias a los esfuerzos de conservación, la guacamaya roja ha recuperado parte de su territorio en lugares como Uvita y Golfo Dulce, donde la selva sigue siendo un santuario.
Esta historia no termina aquí
Cada vez que las guacamayas rojas cruzan el cielo, es un recordatorio de la belleza del mundo natural y de la fragilidad de los ecosistemas. Cuidarlas es velar el futuro de la biodiversidad del planeta. Conoce más historias como estas en la edición de septiembre de La Revista, en el siguiente link!
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