Chateau

Montreal desde el mirador más icónico de la calle de la Gauchetière

El viento de Montreal tiene una forma muy particular de saludarnos apenas cruzamos la puerta del aeropuerto Trudeau. Es un frío seco que nos confirma nuestra llegada a la provincia de Quebec, donde el invierno es una celebración y no un simple pronóstico. Decidimos refugiarnos en el Montreal Marriott Chateau Champlain, una joya arquitectónica que los locales llaman con cariño el «rallador de queso».

Este apodo nace de sus ventanas en forma de medio punto que dominan el horizonte desde finales de los años sesenta. La estructura fue diseñada por Roger D’Astous para la Expo 67, buscando capturar la esencia vanguardista de la época. Al entrar, notamos que la reciente renovación de ciento cinco millones de dólares ha transformado el espacio en un santuario contemporáneo.

El arte de vivir entre arcos y nieve

Las habitaciones son una oda a la luz boreal que se filtra por los ventanales cóncavos. Los diseñadores de Sid Lee Architecture lograron que cada cuarto se sienta como un mirador privado hacia el Mont Royal. Nos instalamos con una vista que abarca desde la Plaza de la Catedral hasta los rascacielos que brillan con el hielo.

El mobiliario en tonos tierra y las texturas suaves contrastan con el blanco absoluto que cubre la ciudad allá afuera. Es curioso cómo un edificio de concreto puede transmitir tanta calidez una vez que cruzas el umbral de su lobby. Cada detalle arquitectónico rinde un homenaje sutil al río San Lorenzo que abraza a esta metrópoli bilingüe.

Banquetes alpinos en la terraza belvu

La verdadera magia ocurre cuando subimos a la Terrasse Belvu para vivir la experiencia Hors Piste. Este espacio se convierte en un club de esquí urbano donde el asfalto desaparece bajo el ambiente de montaña. Nos recibe el aroma de la raclette derretida y el sonido de las risas que desafían al termómetro bajo cero.

Aquí el invierno se disfruta con una manta sobre las piernas y un coctel de autor en la mano. Las estaciones de fogatas crean un círculo de convivencia donde extraños y amigos comparten historias de viajes pasados. Pedimos una tabla de embutidos locales que maridan perfecto con el chocolate caliente enriquecido con licores de la región.

Sabores que rescatan el alma viajera

Cenamos en el restaurante Lloyd, donde la cocina celebra la diversidad cultural que define a todo el este canadiense. Los platillos presentan una fusión técnica impecable que resalta los ingredientes de las granjas cercanas a Montreal. El servicio es impecable y conserva esa elegancia quebequense que siempre sabe a hospitalidad genuina y de primer nivel.

Mientras afuera la nieve sigue cayendo con parsimonia, nosotros brindamos por la audacia de los arquitectos que soñaron este lugar. El hotel se mantiene como un pilar de la identidad visual de la ciudad frente a la Plaza del Canadá. Es un destino que permite entender por qué Montreal vive con tanta intensidad cada una de sus estaciones.

Caminamos por los pasillos decorados con arte local que refleja la vibrante escena cultural de la provincia. Cada rincón del Marriott Chateau Champlain cuenta una historia de renovación y respeto por el legado histórico del edificio. Nos retiramos a descansar sabiendo que mañana la ciudad nos espera con más rincones por descubrir bajo su manto blanco.

La promesa de una ciudad blanca

Salir de este santuario, es apenas el primer paso para aceptar el verdadero reto de Montreal. Si la hospitalidad del «Chateau» nos trató con tanta suavidad, lo que aguarda afuera es la verdadera recompensa para el viajero inquieto. Ya nos urge perdernos en la inmensidad de la ciudad subterránea o buscar el mejor bagel caliente en el barrio de Mile End.

La ciudad nos espera con la pista de hielo del Vieux-Port brillando bajo las luces nocturnas y el encanto de la Rue Saint-Paul. Nos morimos de ganas por subir al mirador del Mont-Royal y ver cómo la urbe se rinde ante el invierno. Montreal vestida de blanco es un parque de diversiones inagotable y nuestra aventura ártica apenas acaba de comenzar.

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